El recuerdo más grato de Sevilla me lleva a mi niñez, una mañana de sol y toldos por las calles, mi padre de la mano y una sombrerería en Sierpes.
Escaparates lindos, puertas altas y sinuosas, estantes de cajas anchas y redondas, olor a siempre y mostrador madera-madera. Trato exquisito y gracil, sevillano. Luz de fieltro y cintas a juego.
Entrar era dar pasos de prestancia de otra época; entrar era un escalón dorado a la maravilla de imágenes de espejo y de reflejo de tocados y gorros; entrar era descubrir que un día el canotier fue moda; entrar era equilibrio de colores y sensatez; entrar era elegante.
Guardo como un tesoro esos sombreros y una caja vieja y rota que me recuerda esa epoca. Guardar es también elegante. Guardar las sensaciones y los momentos. Y los olores. Guardar para enseñar. Guardar para aprender.
Antaño se aprendía de lo de antes. Se respetaba. Se tenía tiempo y se esperaba. Todo iba más lento pero era más auténtico. Una foto, un helado, una jarra de agua, una limonada…
Todo era más verdad y más cercano. Todo era de las manos. Vestidos, calzado, guantes, trajes, corbatas, camisas, botones, hilo, cordones, sombreros y tocados, todo era de las manos.
Ahora la máquina lo es todo. Entonces eran simples apendices del trabajo de gente que sabía que sus manos eran antes y mientras y después. Manos de silencio y lentitud. Manos de caricia. Manos artesanas. Manos sabias.
Eran tiempos de dedales, de alfileres, de ganchillo, de punto de seda, de zapatos de piel suave y de tacón, de raso en las cintas de los sombreros, de elegancia de base.
Cecilio Amores
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Sombreros: Carmen Alba